Tengo siete años y una sabiduría
derrochante y excesiva sin sus cauces.
Subo la escalera dos veces
antes de marchar a casa. Mi padre
me ha permitido ir de nuevo
y me acompaña.
Y lo veo.
Todas las figuras me son semejantes,
aquí no hay pequeños ni grandes.
Humanos de ojos atentos preguntando,
pidiendo,
desconociendo…
Tal vez sepan que también dejarán de ser algún día,
como yo aún no lo sé, aunque lo intuya.
Y el misterio,
aquel que mi cuerpito cansado sabe ver,
las motas de polvo pintadas en luz.
Y el silencio, haya el ruido que haya,
es tal en mi cabeza
que escucho susurrar y hasta soñar
a ese juego de ajedrez bien orquestado.
Enorme. Elevado. Pesado.
Y no digo nada más en todo el día,
pero vayan mis ojitos infantiles
hasta los pies de Las Meninas.