Que había una verdad más grande que yo misma.
¿Llegaba ese conocimiento
quizá demasiado tarde?
¿Había un fina hilera de piedritas
hasta el momento exacto?
Que había una verdad que podía
tirar las columnas de los templos,
estallar con furia
la escalera que llevaba hasta intuiciones.
Que había una verdad sorprendente,
largamente renunciada,
anunciada por augurios, vibraciones
tan insistentes como mínimas.
El barniz que embellecía el marco
tenía que secar para por fin poder brillar
y proteger una memoria siempre deseada,
ese tiempo que no podía beber de lo antiguo
y no descuidaba los segundos
que pudieran acariciar sus dedos
ya ciertamente expertos.