
En la esquina de mi calle, cada día
visito a un árbol muerto, ya sin hojas.
En invierno nadie diría que no vive,
pero la primavera delata que no hay nada.
Es solo una carcasa, un tronco blanco
que no es capaz de brotar ya vida alguna,
aunque en pie sigue y su copa
al cielo apunta, al cielo niega,
del cielo escapa, retorcido,
pidiendo quizá clemencia,
sintiendo, tal vez, orgullo.
Siempre pienso que ese árbol debería
ser talado, retirado de la vista.
Sin embargo también creo que su tala
es un acto de justicia para él mismo,
no si el prócer lo prefiere vivo o muerto,
solo saber que estuvo allí y que deja un hueco
que no puede sustituir asfalto alguno.